Viajes en Velero plaza a plaza en SICILIA: Geografías Homéricas

La Gruta de Polifemo
Amanece en el barco. Entre las primeras luces emerge el contorno cónico de Marettimo. Hemos alcanzado tras largas horas de navegación las geografías homéricas. E. Bradford sitúa entre este pequeño archipíelago de las islas Égadas y la costa de Trápani el pasaje en el que el ingenioso Odiseo ciega al cíclope Polifemo.
En la Rapsodia IX se describe su arribada a la región de los Cíclopes: “…hay una isleta poblada de bosques, con una infinidad de cabras montesas, que se fatigan recorriendo las selvas en las cumbres de las montañas. No se ven en ella ni rebaños ni labradíos, sino que el terreno está siempre sin sembrar y sin arar, carece de hombres y cría bastantes cabras… la parte inferior es llana y labradera; y podrían segarse en la estación oportunas mieses altísimas, por ser el suelo muy pingüe. Posee la isla un cómodo puerto donde no se requieren amarras, ni es preciso echar áncoras, ni atar cuerdas, pues en aportando allí se está a salvo cuanto se quiere, hasta que el ánimo de los marineros les incita a partir y el viento sopla. En lo alto del puerto mana una fuente de agua límpida, debajo de una cueva a cuyo alrededor han crecido álamos. Allá, pues, nos llevaron las naves… y tan luego como llegamos a dicha tierra, que estaba próxima, vimos en uno de los extremos y casi tocando al mar una excelsa gruta, a la cual daban sombra algunos laureles…” Atravesamos el canal que separa Levanzo de Favignana y vemos en esta última, en un alto sobre el mar una gran caverna. Cierro por un momento los ojos y contra el sonido de las olas que rompen en la popa del barco escucho los rugidos del gigante, negando a Odiseo y sus compañeros los dones de la hospitalidad. La misma gruta en la que Polifemo se apareja almuerzo y cena con cuatro guerreros ítacos, bebiendo encima leche de cabra sola. Oigo en los ecos de este mistral que ya fenece los alaridos del gigante cegado con la estaca de olivo verde.
Al abrir los ojos de nuevo Favigana, Marettimo, Levanzo. Hermosos nombres para hermosas islas. Cada recalada, extintos los cíclopes, invita a un dulce baño. Y así lo hacemos. Aguas cristalinas que refrescan la piel quemada.

Monte Érice: el templo de la Diosa Madre
En la distancia, anunciando la isla que parece ya un continente, reconocemos pronto el perfil del Monte Érice. Se afirma desde hace siglos que en su cumbre se erigió en la Antigüedad un templo dedicado a la diosa madre. Era un mundo aquel de mujeres reinas, lunar, matriarcal, que no resistió las embestidas de los invasores del norte, adoradores del sol, que sustituyeron el viejo orden mediterráneo por un patriarcado violento. La antigua cultura debió subsistir en diversos puntos. Circe, o el templo de Afrodita en Érice debieron ser los últimos santuarios a los que los navegantes mediterráneos acudían a rendir culto.
¡Ay, Afrodita!
Recupero la descripción de Javier Reverte, en su “Corazón de Ulises”, sobre las distintas representaciones de la diosa:
“El gran atractivo de la diosa del amor no es su hermosos cuerpo desnudo, que también, sino esa leve sonrisa, pícara e irresistible, que siempre adorna sus labios, esa dulce mueca que enamora y excita a un mismo tiempo, que nos revela su concepción de la vida como un juego en el que el sexo no está prohibido, sino aceptado en cualquiera de sus manifestaciones, y siempre disfrutado. Más que una golfa impenitente, es la eterna coqueta abierta a la aventura de la sensualidad. Hembra antes que madre, amante divertida antes que esposa rutinaria, Afrodita sigue encandilándonos.”
También nosostros hemos agradecido a la diosa en este monte sagrado por cuantas veces en nuestra vida ha querido tocar nuestro espíritu inflamándolo de pasión y de deseo.
En estos momentos, el mar se traga al sol una vez más mientras nosotros en silencio, desde este balcón que se tiende al poniente, observamos maravillados los colores del ocaso.

Islas Eólicas: las rocas errantes
Desde Trápani deberíamos haber navegado a Ústica, la isla donde Éolo Hipótada, caro a los inmortales dioses, regala a Ulises encerrados en un cuero de buey de nueve años que antes había desollado, los soplos de los mugidores vientos, atando dicho pellejo en la cóncava nave con un reluciente hilo de plata, de manera que no saliese ni el menor soplo, enviándole el Céfiro para que, soplando, llevara sus naves, y a ellos en ellas, de buen regreso al hogar. El desenlace y conclusión de este pasaje constituye una lúcida reflexión sobre la desconfianza; veneno corrosivo y contagiosos que pudre la amistad, el cariño, el amor, o cualquier otra forma de belleza. Absténgase pues los desconfiados de enrolarse en el barco.
Éolo nos amonesta la falta lanzándo contra la coste norte de Sicilia los restos de un temporal con el que ha barrido el Tirreno central. Obtenemos escaso refugio en Cefalú aguardando una mejoría que tarda en llegar para navegar al archipiélago eólico, nuevo hito y gesto de desagravio.
Sobre un mar todavía intranquilo avistamos una tras otra todas las islas del archipiélago: Alicudi, Filicudi, Salina, Lípari, Vulcano, Panarea y por último Strómboli, las temibles rocas errantes de las que el ingenioso Odiseo habrá de mantenerse alejado para encontrar a salvo el peligroso estrecho de Scilla y Caribdis: “a un lado se alzan peñas prominentes, contra las cuales rugen las inmensas olas de la ojizarca Anfitrite: llámanlas Erráticas los bienaventurados dioses. Por allí no pasan la aves sin peligro, ni aún las tímidas palomas que llevan la ambrosía al padre Zeus, pues cada vez la lisa peña arrebata alguna y el padre manda otra para completar el número. Ninguna embarcación de hombres, en llegando allá, puede escapar salva, pues la olas del mar y las tempestades cargadas del pernicioso fuego, se llevan juntamente las tablas del barco y los cuerpos de los hombres. Tan s ólo logró doblar aquellas rocas una nave surcadora del ponto: Argo, por todos tan celebrada, al volver del país de Eetes, y también a ésta habríala estrellado el oleaje contra las grandes peñas, si Hera no la hubiese hecho pasar junto a ellas por su afecto a Jasón…”
Navegando por la cara noroeste de esta isla hemos observado las explosiones y fumarolas del cráter, y como grandes piedras corren por la abrasada ladera abajo para estrellarse en el mar. Formidable navegar bajo un volcán vivo con grises laderas de lava solidificada. Hemos fondeado a sotavento de la cumbre, sobre un fondo de arena negra, piedra pómez, basalto y lava, viendo como el cielo limpio se va llenando de las mismas estrellas, que en estos mares, observó también el ingenioso ítaco.
Si a nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI todavía nos sobrecoge el espectáculo de las explosiones en la cumbre de Strómboli, o el aspecto sulfuroso de Vulcano, imaginad lo que debieron sentir aquellos griegos al encontrarse con un volcán en medio del mar, rodeado de altas islas también volcánica s, por encima de las cuales ni las aves se atreverían a volar.
Rod Heikell, cuyo derrotero nos acompaña desde Cerdeña, asigna a Strómboli, con su cono permanentemente humeante, y sus laderas cubiertas de lava incandescente, el papel de primer faro de la Antigüedad que habría de guiar a los navegantes que entraban o salían del estrecho de Messina. En efecto, aunque como coruñés cueste retirar a la Torre de Hércules el título de más antiguo faro del mundo todavía en funcionamiento, la realidad imaginada de Strómboli, desde milenios atrás, señala fehacientemente la embocadura o salida del estrecho de Scilla y Caribdis

El Estrecho de Messina, entre Scilla y Caribdis
Recuperamos la Rapsodia XIII mientras nos acercamos al estrecho de Messina:
“Al lado opuesto hay dos escollos. El uno alcanza al anchuroso cielo con su pico agudo, coronado por el pardo nubarrón que jamás le suelta, en términos que la cima no aparece despejada nunca, ni siquiera en verano ni en otoño. Ningún hombre mortal, aunque tuviese veinte manos e igual número de pies, podría subir al tal escollo ni bajar de él, pues la roca es tan lisa que parece pulimentada. En medio del escollo hay un antro sombrío que mira al ocaso, hacia el Érebeo, y a él enderezareís el rumbo de la cóncava nave, preclaro Odiseo. Ni un hombre que disparara el arco desde la cóncava nave podría llegar con sus tiros a la profunda cueva. Allí mora Escila, que aúlla terriblemente, con voz semejante a la de una perra recién nacida, y es un monstruo perverso a quien nadie se alegraá de ver, aunque fuese un dios el que con ella se encontrase. Tiene doce pies, todos defo rmes, y seis cuellos larguísimos, cada cual con una horrible cabeza en cuya boca hay tres hileras de abundantes y apretados dientes, llenos de negra muerte. Está sumida hasta la mitad del cuerpo en la honda gruta, saca las cabezas fuera de aquel horrendo báratro y, registrando alrededor del escollo, pesca delfines, perros del mar y también, si puede cogerlo, alguno de los monstruos mayores que cría en cantidad inmensa la ruidosa Anfitrite. Por allí jamás pasó embarcación cuyos marineros pudieran gloriarse de haber escapado indemnes, pues Escila les arrebata con sus cabezas sendos hombres de la nave de azulada proa. El otro escollo es más bajo, y lo verás, Odiseo, cerca del primero, pues hállase a tiro de flecha. Hay allí un cabrahigo grande y frondoso, y a su pie la divinal Caribdis sorbe la turbia agua. Tres veces al día la echa afuera y otras tantas vuelve a sorberla de un modo horrible. No te encuentres al lí cuando la sorbe, pues ni el que sacude la tierra podría librarte de la perdición. Debes, por el contrario, acercarte mucho al escollo de Escila y hacer que tu nave pase rápidamente, pues mejor es que eches de menos a seis compañeros que no a todos juntos.”

Suenan los antiguos versos en la bañera del barco, reconociendo en la proa, bajo el agudo pico, el pueblo de Scilla, y al través el escollo de Caribdis. Contrariamente a los consejos de Circe, pasamos más próximos a Caribdis. El tráfico de grandes buques es constante. En pocos segundos hierven las aguas a nuestro alrededor y observamos atónitos como se forman los remolinos de los que nos advierte el buen Homero. El viento se acelera y pronto alcanza los veinticinco nudos. Nos reconforta tenerlo por la popa y no dejamos de pensar que fuera del estrecho el día era de absoluta calma. Como será esto en días de temporal. Es del todo normal que este paso aterrorizara a los antiguos navegantes. Viento y corriente nos empujan y satisfechos de haber cruzado exitosamente la boca del estrecho, y sin pérdida de compañeros a lamentar, brindamos con cerveza gallega a bordo del barco.

Taormina - Trinacria, y los rebaños del Sol
Navegamos hacia el Sur. Se hace preciso de nuevo abrir La Odisea y seguir con la Rapsodia IX:
“Llegarás más tarde a la isla de Trinacria, donde pacen las muchas vacas y pingües ovejas del Sol. Siete son las vacadas, otras tantas las hermosas greyes de ovejas, y cada una está formada por cincuenta cabezas. Dicho ganado no se reproduce ni muere, y son sus pastores dos deidades, dos ninfas de hermosas trenzas: Faetusa y Lampetia, las cuales concibió el Sol Hiperión en la divina Neera. La veneranda madre, después que las dio a luz y las hubo criado, llevolas a la isla de Trinacria, allá muy lejos, para que guardaran las ovejas de su padre y las vacas de retorcidos cuernos. Si a éstas las dejaras indemnes, ocupándote tan sólo en preparar tu regreso, aún llegaríais a ïtaca, despues de pasar muchos trabajos; pero si les causares daño, desde ahora te anuncio la perdición de la nave y la de tus amigos. Y aunque tú escapes, llegarás tarde y mal a la patria, después de perder todos los compañeros”. Ya conocemos el resultado, las consecuencias de la desobediencia debida.
Fondeamos a los pies de Taormina, lugar que E. Bradford identifica como Trinacria, nombre con el cual también se conoce desde hace siglos a la isla de Sicilia por su forma triangular. En lo alto, colgado de los riscos, se divisa Taormina. Cerrando la bahía por el Sur, Giardini Naxos, primer asentamiento de los griegos, en este caso de Corinto, en Sicilia.
Muy a mi pesar, no veo ni una sola vaca ni oveja, por descontado que las ninfas de hermosas trenzas escasean en estos tiempos, y solo contemplo una línea de edificios bajos anaranjados que se prolongan por la bahía hasta el cabo. Enfrente, la estación de Taormina-Giardini, por donde pasan viejos trenes ruidosos cubiertos de grafitis y de donde llega, a través de la megafonía, la metálica voz del jefe de estación anunciando la llegada y salida de los trenes. Ni rastro en el paisaje que nos hable de la dulce Trinacria, hasta que después de un día de absoluta calma, un viento abrasador se desata violentamente por las laderas del Etna golpeando a los barcos que fondeamos en la bahía. Probablemente una manifestación del dios sol contra la desconfianza o la desobediencia, por boca de su hijo el volcán.
Me abstengo de cenar carne de vaca u oveja esta noche.